Pleno verano en el hemisferio norte. Calor
insoportable en la meseta Castellana. Es lo que toca por aquí pero la época nos
lleva ineludiblemente y como un dejavú que se repite una y otra vez a imaginar paraísos tropicales para ir llevándolo
cuando arrecia el infierno estival sobre el asfalto de la ciudad. Un modo
placebo para ir soportando la temporada: playas paradisiacas, palmeras,
cocktails refrescantes, un mar inmenso y azul… Pero en el imaginario, al menos
en el personal, no entra el Caribe ni
las playas de Rio. No. Solo hay lugar en mi mente calenturienta un solo sitio
del planeta: Hawaii.
Hawaii es el Paraíso. Al menos en el imaginario de la Cultura Pop lo
es. Llena de una mitología propia y exótica, islas tropicales y volcanes que
cocinan el magma de la Tierra, culturas nativas adoradores del misterioso dios
Tiki, bellísimas mujeres color bronce
agitando sus anchas caderas al ritmo de sonidos embriagadores, y el Surf. Pero qué diablos es el surf? Si, montarse
sobre una tabla e intentar coger la cresta de la ola… ok. Pero a quién se le
pudo ocurrir semejante idea? Si bien su origen se pierde en la leyendas
polinésicas hubo un hombre en los tiempos modernos que ha sido el responsable de hacer popular
semejante osadía, su “padre” y como no podía
ser de otra manera él también se convirtió en leyenda: Duke Kahanamoku.
Duke, un hawaiano nacido en Honolulu en
1890, fue un magnífico exponente físico y mental del hombre de la Polinesia.
Fuerte y delgado con una sonrisa perenne fue desde muy pequeño un magnífico
nadador. El agua era su medio natural y en ella llegó a convertirse en miembro
del equipo de natación olímpico de EEUU en 1912 ganando la medalla de oro en
Estocolmo. Siguió Amberes y París en 1924 donde el podio lo compartió nada más
ni nada menos que con Johnny Weissmüller
que sería al poco tiempo el Tarzán más famoso de Hollywood.
Al dejar la competición olímpica se dedico
a viajar dando demostraciones de natación en los Estados Unidos y Australia. Y
casi como casualidad decidió mostrar también lo que hacía de forma natural desde
pequeño y como entretenimiento que solo era conocido en Hawaii. Si, han
adivinado, el Surf.
Duke, que no era un apodo sino su nombre auténtico,
heredado de su padre al que se lo pusieron en honor al Duque de Edimburgo, se
mudó a la soleada California levando con el su tabla y su maestría. A partir de
allí su leyenda no hizo más que crecer haciendo del surf un icono de la cultura
Californiana y por ende de los USA.
El cine también acabó por tentarlo participando en algunas producciones de
entonces pero lo suyo siempre fueron las olas. Cuentan que al presenciar un
naufragio cerca de una playa californiana Duke, montado en su tabla de surf,
logró rescatar con vida a los supervivientes. Su figura ya era inmensa.
Pero Hawaii era su sitio y a el volvió.
Nunca dejó de ser un nativo, un hombre de la naturaleza. En Honolulu pasó el
resto de sus días en contacto con el aire y el sol, con sus playas y sus olas.
Murió en 1968 en Waikiki, Honolulu y allí
hoy se levanta un monumento en su memoria. Ahí está Duke Paoa Kahinu Mokoe
Hulikohola Kahanamoku con su tabla de surf. Nunca le faltan las guirnaldas de
flores en su cuello y su eterna sonrisa nos lleva a creer que el Paraíso está
en la Tierra y se llama Hawaii.
Por eso para pasar agosto y el tórrido
verano nada mejor que cerrar los ojos e
imaginar que Duke pasa a nuestro lado surfeando La Gran Vía como si se tratara
de la Gran Ola mientras Callao se convierte en su Waikiki soñada. Eso sí, que no falte una camisa hawaiana acorde
a la ocasión y un zumito fresco de piña en la mano esperando a que el semáforo
se ponga verde para cruzar. No olvidemos que estamos en Madrid.