28 de julio de 2014

DUKE


Pleno verano en el hemisferio norte. Calor insoportable en la meseta Castellana. Es lo que toca por aquí pero la época nos lleva ineludiblemente y como un dejavú que se repite una y otra vez  a imaginar paraísos tropicales para ir llevándolo cuando arrecia el infierno estival sobre el asfalto de la ciudad. Un modo placebo para ir soportando la temporada: playas paradisiacas, palmeras, cocktails refrescantes, un mar inmenso y azul… Pero en el imaginario, al menos en el personal,  no entra el Caribe ni las playas de Rio. No. Solo hay lugar en mi mente calenturienta un solo sitio del planeta: Hawaii.


Hawaii es el Paraíso.  Al menos en el imaginario de la Cultura Pop lo es. Llena de una mitología propia y exótica, islas tropicales y volcanes que cocinan el magma de la Tierra, culturas nativas adoradores del misterioso dios Tiki, bellísimas mujeres color  bronce agitando sus anchas caderas al ritmo de sonidos embriagadores, y el Surf.  Pero qué diablos es el surf? Si, montarse sobre una tabla e intentar coger la cresta de la ola… ok. Pero a quién se le pudo ocurrir semejante idea? Si bien su origen se pierde en la leyendas polinésicas hubo un hombre en los tiempos modernos  que ha sido el responsable de hacer popular semejante osadía, su “padre”  y como no podía ser de otra manera él también se convirtió en leyenda:  Duke Kahanamoku.


Duke, un hawaiano nacido en Honolulu en 1890, fue un magnífico exponente físico y mental del hombre de la Polinesia. Fuerte y delgado con una sonrisa perenne fue desde muy pequeño un magnífico nadador. El agua era su medio natural y en ella llegó a convertirse en miembro del equipo de natación olímpico de EEUU en 1912 ganando la medalla de oro en Estocolmo. Siguió Amberes y París en 1924 donde el podio lo compartió nada más ni nada menos que con  Johnny Weissmüller que sería al poco tiempo el Tarzán más famoso de Hollywood.


Al dejar la competición olímpica se dedico a viajar dando demostraciones de natación en los Estados Unidos y Australia. Y casi como casualidad decidió mostrar también lo que hacía de forma natural desde pequeño y como entretenimiento que solo era conocido en Hawaii. Si, han adivinado, el Surf.
Duke, que no era un apodo sino su nombre auténtico, heredado de su padre al que se lo pusieron en honor al Duque de Edimburgo, se mudó a la soleada California levando con el su tabla y su maestría. A partir de allí su leyenda no hizo más que crecer haciendo del surf un icono de la cultura Californiana y por ende de los USA.
El cine también acabó por tentarlo  participando en algunas producciones de entonces pero lo suyo siempre fueron las olas. Cuentan que al presenciar un naufragio cerca de una playa californiana Duke, montado en su tabla de surf, logró rescatar con vida a los supervivientes. Su figura ya era inmensa.
Pero Hawaii era su sitio y a el volvió. Nunca dejó de ser un nativo, un hombre de la naturaleza. En Honolulu pasó el resto de sus días en contacto con el aire y el sol, con sus playas y sus olas.


Murió en 1968 en Waikiki, Honolulu y allí hoy se levanta un monumento en su memoria. Ahí está Duke Paoa Kahinu Mokoe Hulikohola Kahanamoku con su tabla de surf. Nunca le faltan las guirnaldas de flores en su cuello y su eterna sonrisa nos lleva a creer que el Paraíso está en la Tierra y se llama Hawaii.

Por eso para pasar agosto y el tórrido verano nada mejor que cerrar los ojos  e imaginar que Duke pasa a nuestro lado surfeando La Gran Vía como si se tratara de la Gran Ola mientras Callao se convierte en su Waikiki soñada.  Eso sí, que no falte una camisa hawaiana acorde a la ocasión y un zumito fresco de piña en la mano esperando a que el semáforo se ponga verde para cruzar. No olvidemos que estamos en Madrid.