Ahí está. Plantada en el solar se levanta orgullosamente. La tradicional
carpa donde se conservan la magia y los secretos del Circo. Secretos arcanos de
disciplinas transmitidas de padres a hijos, de generación en generación. Ellos
no son personas normales que trabajan en algo que pueda gustarles más o menos,
que realicen sus tareas con mayor o menor pericia, no, ellos son artistas de
circo, cirqueros. Y ahí están, plantándole cara a los distraídos transeúntes de
una ciudad como Madrid, ocupados en mil y una cuestiones, que pasan al lado de
esa efímera pero majestuosa catedral de lona donde aún resisten el asombro y la
ilusión. El Gran Circo Mundial está aquí.
Sabemos que la Edad Dorada del Circo quedó atrás hace mucho tiempo y que el
entretenimiento en el siglo XXI pasa por otro lugar. Sin embargo,
afortunadamente, aún queda gente, poca y cada vez menos, que demuestra interés
por un hecho cultural como el circense. Inmediatamente cuando se habla del
Circo se lo relaciona con los niños y la alegría: payasos, trapecistas, magos,
malabaristas y animales salvajes componen su ideario. La música, las luces y
los coloridos vestidos y maquillajes completan esa fórmula que durante siglos
ha funcionado en su cometido de diversión y entretenimiento popular. La clásica
pista, las tramoyas y ese ejercito de hombres y mujeres con sus vistosas
chaquetas estilo cosaco del XIX que reciben al público con una sonrisa en sus
labios hacen que los espectadores entren en un mundo irreal, mágico y
alucinante donde el mundo real, con su cruel soledad de multitudes, queda
relegado y contenido en el exterior de la gran carpa.
Se apagan las luces, se encienden los reflectores que apuntan hacia el Jefe
de Pista que entre redobles de tambor anuncia que comienza la función. Más de dos
horas de un espectáculo preciso, cronometrado y ajustado a la perfección donde
los diferentes artistas hacen sus números, unos detrás de otros, sustraen al
público sentado en las butacas hacia una dimensión asombrosa e irreal. Ante una
función de circo surge una inevitable pregunta: ¿Qué lleva a alguien a jugarse
la vida poniendo el cuerpo una y otra vez en auténtico riesgo lanzándose desde
la altura del trapecio en un cuádruple salo mortal, o subiendo a una inmensa
rueda giratoria venciendo a la inercia, la altura y la velocidad con sus ojos
vendados? ¿Por qué la bella domadora se enfrenta a la bestia cada noche como si
de una tierna mascota se tratase? ¿Y qué mueve al payaso que con su inquietante
maquillaje recibe el bofetón y cae al suelo estrepitosamente una y otra vez?
Sin duda no es por el dinero ya que la vida de estos artistas ambulantes suele
ser muy dura y muchas veces acaban en la más pasmosa de las miserias. Ahí está
su arte, su pasión incombustible por la que viven al día, una herencia transmitida de una disciplina casi
imposible que desafía los cánones del espectáculo seguro, una especie de virus que
corre por sus venas del cual no existe cura conocida, la vida del artista nómada
que tiene su mayor recompensa en el aplauso desinteresado.
En el mundo actual, donde vales lo que tienes o lo que ganas, donde el éxito
personal y el reconocimiento social pasa por la cantidad de dinero que ingresas
a la cuenta bancaria, esta gente definitivamente no cumple con estas reglas, no
pertenecen a ese mundo. Antes en
carromatos de madera, hoy en trailers y caravanas que rodean la carpa como protegiéndola,
viven de ciudad en ciudad como una auténtica
comunidad de freaks, de fenómenos casi al borde de la sociedad. Son gente
incansable, fuerte y aguerrida que monta y desmonta el espectáculo en yermos
solares, acarrea pesados baúles, tiende y destiende redes en el momento
preciso, alimenta, cuida y limpia las fieras, emplaza complejos artilugios
donde sus compañeros se juegan la vida, encienden las luces, barren y recogen, atienden
el kiosco de dulces, reciben y acomodan al público en su sitio amablemente, son
parte de una auténtica dinastía en extinción que hacen que aún hoy nuestros
niños tengan la posibilidad de descubrir un arte con mayúsculas hoy
despreciado.
¿Alguien imagina el esfuerzo necesario para mantener un espectáculo bellísimamente
efímero como el Circo? Sus hacedores viven de ello, alimentan a sus peculiares
familias, en caso de tenerlas, necesitan de ese dinero para vivir en el mundo
real igual que nosotros. ¿Merece la pena? Sin embargo ahí están actuando y
trabajando del mismo modo para un aforo completo como para veinte personas que
se atreven a ir y a pagar la entrada. Si, veinte, treinta, cincuenta personas
por función en un Madrid viernes noche abarrotado de viandantes. Una pena. En
este caso ha sido el Circo Mundial, un circo podríamos decir de estilo clásico
y reconocido, de espíritu tradicional en su forma y que recoge lo mejor de su
Historia. Auténticos profesionales. ¿Cómo hacen estos magníficos artistas para
sobrevivir y no desanimarse cuando desde lo alto del trapecio ven un patio de
butacas casi vacío? Es una pregunta que solo ellos pueden responder frente al
espejo y desde la soledad del camerino de cuatro ruedas detrás de la pista.
Algunos circos, conscientes de su inexorable decadencia recurrieron a
intentar recuperar la atención de los niños -al final los motores del negocio-
con recursos publicitarios y adaptando el show incorporando personajes de la
cultura popular y la televisión de moda.
Ahí vimos entonces al “increíble Spider-Man”, “las Monster High en vivo” o a “Dora
la exploradora” en la pista… U otras
formulas más “artísticas” y teatrales incorporando tecnología y luminotecnia
hi-tec con staff permanente en los casinos de Las Vegas como el Cirque du
Soleil. Pero eso no es Circo, eso es otra cosa.
Unos pocos padres nostálgicos llevando a sus niños pequeños, por lo general
muy pequeños, y gente sola muy mayor a la que las luces y la música retrotraen
a su lejana infancia y juventud es el perfil de los asistentes. El público
histórico del Circo se ha perdido. Hoy están sumergidos en mundos de 4G y tiranizados
por las redes sociales que actúan a tiempo completo mientras un día en familia
se convierte en una autista salida individual colectivizada. Triste realidad en
tiempos donde el asombro, la emoción, la belleza y la sorpresa del ameno y
colorido mundo del Circo ya casi no tienen lugar.
Hoy vemos tanto dinero público usado para amiguetes del mundo de la “cultura”
políticamente correcta, tanta subvención millonaria repartida entre Almodovares,
Truebas y Coixetes dilapidada en miserables pasquines audiovisuales subvencionados
con el dinero de todos. ¿Acaso el Circo
no sería digno de ser apoyado, auspiciado y fomentado incluso económicamente por
los poderes públicos? No, porque su recorrido e influencia en los factibles
votantes progresistas es nulo. Incluso el mundo del Circo ha sufrido y sufre el
acoso y derribo de animalistas y demás sectas afines. Solo les queda el
sacrificio y el aplauso merecido junto al valor de la entrada de un público cada
vez más mermado pero fiel.
Esa niña y ese niño que aplauden ruidosamente con los ojos y la boca
abierta de par en par ante el desafío logrado del “Y ahora, más difícil todavía”
del acróbata, esa vital carcajada luego del bofetón y caída del payaso en
zapatones son las únicas recetas que aún funcionan para preservar el arte
milenario del Circo. Ojalá algún día esos mismos niños de hoy puedan llevar a
sus hijos y seguir disfrutando del entretenimiento desconectado y sin red del
Gran Circo de siempre. Ojalá no tengan que oír la pregunta “Papá: ¿qué es un
circo?”.