21 de noviembre de 2015

EL CIRCO: Y ahora, más difícil todavía...


Ahí está. Plantada en el solar se levanta orgullosamente. La tradicional carpa donde se conservan la magia y los secretos del Circo. Secretos arcanos de disciplinas transmitidas de padres a hijos, de generación en generación. Ellos no son personas normales que trabajan en algo que pueda gustarles más o menos, que realicen sus tareas con mayor o menor pericia, no, ellos son artistas de circo, cirqueros. Y ahí están, plantándole cara a los distraídos transeúntes de una ciudad como Madrid, ocupados en mil y una cuestiones, que pasan al lado de esa efímera pero majestuosa catedral de lona donde aún resisten el asombro y la ilusión. El Gran Circo Mundial está aquí.

Sabemos que la Edad Dorada del Circo quedó atrás hace mucho tiempo y que el entretenimiento en el siglo XXI pasa por otro lugar. Sin embargo, afortunadamente, aún queda gente, poca y cada vez menos, que demuestra interés por un hecho cultural como el circense. Inmediatamente cuando se habla del Circo se lo relaciona con los niños y la alegría: payasos, trapecistas, magos, malabaristas y animales salvajes componen su ideario. La música, las luces y los coloridos vestidos y maquillajes completan esa fórmula que durante siglos ha funcionado en su cometido de diversión y entretenimiento popular. La clásica pista, las tramoyas y ese ejercito de hombres y mujeres con sus vistosas chaquetas estilo cosaco del XIX que reciben al público con una sonrisa en sus labios hacen que los espectadores entren en un mundo irreal, mágico y alucinante donde el mundo real, con su cruel soledad de multitudes, queda relegado y contenido en el exterior de la gran carpa.


Se apagan las luces, se encienden los reflectores que apuntan hacia el Jefe de Pista que entre redobles de tambor anuncia que comienza la función. Más de dos horas de un espectáculo preciso, cronometrado y ajustado a la perfección donde los diferentes artistas hacen sus números, unos detrás de otros, sustraen al público sentado en las butacas hacia una dimensión asombrosa e irreal. Ante una función de circo surge una inevitable pregunta: ¿Qué lleva a alguien a jugarse la vida poniendo el cuerpo una y otra vez en auténtico riesgo lanzándose desde la altura del trapecio en un cuádruple salo mortal, o subiendo a una inmensa rueda giratoria venciendo a la inercia, la altura y la velocidad con sus ojos vendados? ¿Por qué la bella domadora se enfrenta a la bestia cada noche como si de una tierna mascota se tratase? ¿Y qué mueve al payaso que con su inquietante maquillaje recibe el bofetón y cae al suelo estrepitosamente una y otra vez? Sin duda no es por el dinero ya que la vida de estos artistas ambulantes suele ser muy dura y muchas veces acaban en la más pasmosa de las miserias. Ahí está su arte, su pasión incombustible por la que viven al día,  una herencia transmitida de una disciplina casi imposible que desafía los cánones del espectáculo seguro, una especie de virus que corre por sus venas del cual no existe cura conocida, la vida del artista nómada que tiene su mayor recompensa en el aplauso desinteresado.


En el mundo actual, donde vales lo que tienes o lo que ganas, donde el éxito personal y el reconocimiento social pasa por la cantidad de dinero que ingresas a la cuenta bancaria, esta gente definitivamente no cumple con estas reglas, no pertenecen a ese mundo.  Antes en carromatos de madera, hoy en trailers y caravanas que rodean la carpa como protegiéndola, viven de ciudad en ciudad como una auténtica  comunidad de freaks, de fenómenos casi al borde de la sociedad. Son gente incansable, fuerte y aguerrida que monta y desmonta el espectáculo en yermos solares, acarrea pesados baúles, tiende y destiende redes en el momento preciso, alimenta, cuida y limpia las fieras, emplaza complejos artilugios donde sus compañeros se juegan la vida, encienden las luces, barren y recogen, atienden el kiosco de dulces, reciben y acomodan al público en su sitio amablemente, son parte de una auténtica dinastía en extinción que hacen que aún hoy nuestros niños tengan la posibilidad de descubrir un arte con mayúsculas hoy despreciado.


¿Alguien imagina el esfuerzo necesario para mantener un espectáculo bellísimamente efímero como el Circo? Sus hacedores viven de ello, alimentan a sus peculiares familias, en caso de tenerlas, necesitan de ese dinero para vivir en el mundo real igual que nosotros. ¿Merece la pena? Sin embargo ahí están actuando y trabajando del mismo modo para un aforo completo como para veinte personas que se atreven a ir y a pagar la entrada. Si, veinte, treinta, cincuenta personas por función en un Madrid viernes noche abarrotado de viandantes. Una pena. En este caso ha sido el Circo Mundial, un circo podríamos decir de estilo clásico y reconocido, de espíritu tradicional en su forma y que recoge lo mejor de su Historia. Auténticos profesionales. ¿Cómo hacen estos magníficos artistas para sobrevivir y no desanimarse cuando desde lo alto del trapecio ven un patio de butacas casi vacío? Es una pregunta que solo ellos pueden responder frente al espejo y desde la soledad del camerino de cuatro ruedas detrás de la pista.


Algunos circos, conscientes de su inexorable decadencia recurrieron a intentar recuperar la atención de los niños -al final los motores del negocio- con recursos publicitarios y adaptando el show incorporando personajes de la cultura popular  y la televisión de moda. Ahí vimos entonces al “increíble Spider-Man”, “las Monster High en vivo” o a “Dora la exploradora” en la pista…  U otras formulas más “artísticas” y teatrales incorporando tecnología y luminotecnia hi-tec con staff permanente en los casinos de Las Vegas como el Cirque du Soleil. Pero eso no es Circo, eso es otra cosa.

Unos pocos padres nostálgicos llevando a sus niños pequeños, por lo general muy pequeños, y gente sola muy mayor a la que las luces y la música retrotraen a su lejana infancia y juventud es el perfil de los asistentes. El público histórico del Circo se ha perdido. Hoy están sumergidos en mundos de 4G y tiranizados por las redes sociales que actúan a tiempo completo mientras un día en familia se convierte en una autista salida individual colectivizada. Triste realidad en tiempos donde el asombro, la emoción, la belleza y la sorpresa del ameno y colorido mundo del Circo ya casi no tienen lugar.


Hoy vemos tanto dinero público usado para amiguetes del mundo de la “cultura” políticamente correcta, tanta subvención millonaria repartida entre Almodovares, Truebas y Coixetes dilapidada en miserables pasquines audiovisuales subvencionados con el dinero de todos.  ¿Acaso el Circo no sería digno de ser apoyado, auspiciado y fomentado incluso económicamente por los poderes públicos? No, porque su recorrido e influencia en los factibles votantes progresistas es nulo. Incluso el mundo del Circo ha sufrido y sufre el acoso y derribo de animalistas y demás sectas afines. Solo les queda el sacrificio y el aplauso merecido junto al valor de la entrada de un público cada vez más mermado pero fiel.



Esa niña y ese niño que aplauden ruidosamente con los ojos y la boca abierta de par en par ante el desafío logrado del “Y ahora, más difícil todavía” del acróbata, esa vital carcajada luego del bofetón y caída del payaso en zapatones son las únicas recetas que aún funcionan para preservar el arte milenario del Circo. Ojalá algún día esos mismos niños de hoy puedan llevar a sus hijos y seguir disfrutando del entretenimiento desconectado y sin red del Gran Circo de siempre. Ojalá no tengan que oír la pregunta “Papá: ¿qué es un circo?”.